lunes, 27 de julio de 2009

Autopsia de la universidad pública

Autopsia de la Universidad Pública Peruana

Si queremos acabar en serio con este perpetuo ciclo de crisis de la universidad pública peruana, terminar de verdad con el irreparable saldo de atacantes y víctimas desde todos los sectores de la universidad y ponerle fin a la decadencia de estos centros académicos convertidos en cuarteles de propaganda y adoctrinamiento político, es preciso hacer el cambio desde fuera de la universidad pública.

Que la educación pública universitaria está en crisis en el Perú es una verdad de perogrullo. Antes de enumerar los ya consabidos síntomas y repasadas causas de esta crisis, vamos a plantear la siguiente interrogante: ¿Qué ocurriría si los profesores de una universidad pública cualquiera en el Perú adoptasen los principios de la ideología nacional socialista alemana – del nazismo, para los legos – para explicar, cuestionar y enseñar el derecho, la medicina, la economía y las ciencias en sus aulas? De hecho, usar la preeminencia racial aria para cultivar todas las disciplinas académicas de la universidad de nuestra hipótesis, causaría un gran escándalo.

Sin embargo, en los últimos cuarenta años de la azarosa trayectoria de la universidad pública peruana, los principios del materialismo histórico, del socialismo científico y la guerra revolucionaria y popular inspiraban las enseñanzas de los profesores de generaciones de estudiantes universitarios, en prácticamente todas las universidades públicas del Perú, sin el más mínimo rubor por parte de los dirigentes políticos, los padres de familia y los principales líderes de opinión de nuestro país. Del mismo modo, durante los últimos cuarenta años de nuestra historia reciente el pensamiento socialista ha conducido las universidades públicas peruanas desde sus más altos puestos de toma de decisión y, como en una perniciosa correa de transmisión, continuaba en todos sus mandos medios, espacios sindicales, funcionarios y trabajadores.

Que el día de hoy ninguna universidad pública peruana figure en los listados de universidades medianamente importantes de América Latina – ya no del hemisferio occidental porque eso es demasiado pedir – no es, como burdamente se pretende acusar, responsabilidad del “neoliberalismo” y otros fantasmas, que es lo que los pizarrones y dazibaos de los estudiantes más politizados publican hasta hoy sin cesar, sino de quienes tuvieron bajo su dirección el manejo administrativo, económico y curricular de las universidades públicas peruanas. Que los estudiantes de las pasadas décadas y de nuestros días se nieguen a esta evidencia los convierte en directos cómplices de este monumental desarreglo; y, en verdad, lo son. En efecto, basta tan sólo un superficial análisis de las participaciones, votaciones y decisiones de los estudiantes universitarios que han participado en la política universitaria seguida por los claustros desde los años sesenta, para que se nos revele cuán lejos estaban de siquiera desear una educación de calidad. Por el contrario, el otorgamiento inescrupuloso de prebendas, el cabildeo descarado y una esterilidad absoluta en materia de investigación y riguroso análisis académico caracterizaba a estos aprendices de políticos, y continúa haciéndolo.

Por su parte, los estudiantes que hoy en su gran mayoría pretenden o aspiran a hacer política en la universidad, no buscan sino emularlos, usando las mismas coartadas que aquéllos: la “igualdad” y la “justicia social”, aunque sin el vuelo de los otrora grandes líderes de la izquierda peruana, como Alfonso Barrantes Lingán o Rolando Breña Pantoja. Con todo, formar políticos y no librepensadores, revolucionarios y no científicos, tal fue y es el objetivo de la educación pública universitaria en el Perú. En efecto, estos profesores, profesionales y estudiantes tuvieron una impronta ideológica muy clara, consistente y muy determinada, donde la lucha de clases y la violencia como partera de la historia eran formas de entender el mundo y aplicar métodos y estrategias dirigidos no a promover el humanismo, el debate, la crítica y el cuestionamiento creativo en las universidades públicas, o tan siquiera una educación universitaria digna de tal nombre, sino únicamente a formar extremistas, cuya meta fuese establecer “el paraíso en la tierra” a través de la revolución armada, con la cómplice percepción de medios de comunicación frívolos y menesterosos, que dotaban a estos estudiantes – revolucionarios de una aureola romántica y liberadora de la opresión que, ciertamente, nunca tuvieron.

Esa impresión nunca se ha desterrado del todo, aunque ahora se tengan banderas nuevas como las del nacionalismo indigenista, el medio ambiente, la tolerancia a todas las opciones sexuales, la opresión de las trasnacionales o la denuncia contra la sempiterna corrupción. Sin embargo, las continuas derrotas políticas de los distintos procesos revolucionarios en el Perú, desde los ya míticos guerrilleros de los años sesenta hasta los vesánicos maoístas de los noventa, han conducido a una condición sui géneris de la política que se expresa en los claustros. Entre los estudiantes, se siguen promoviendo las banderas del socialismo, pero ninguna de sus prácticas. A lo más, llegar al socialismo por la vía democrática. De hecho, incluso los rezagos del maoísmo totalitario están haciendo oportunos deslindes, siempre dentro de la ortodoxia, por cierto, y esperando el momento de regresar a la situación de fines de los ochenta, cuando dominaban las principales universidades públicas del Perú. Las demás capillas del socialismo universitario estudiantil los enfrentan, pero con los mismos principios e íconos: Marx y Mariátegui. Su diferencia es de grado, no de especie.

Entre los profesores, decanos y altas autoridades de las universidades públicas, la resaca de estas derrotas los ha sumergido en un quietismo conservador, donde es mejor aparentar que se cambia todo con cierta regularidad, para que en realidad nada cambie, y en conducir la universidad satisfaciendo los reclamos de los distintos grupos políticos establecidos en los claustros. El saldo de cuatro décadas de izquierdismo universitario salta a la vista: universidades en decadencia, sin rumbo y sin programa, que tratan simplemente de seguir viviendo del presupuesto público, y esperando que sus problemas se resuelvan solos o no se resuelvan nunca.
Si queremos acabar en serio con este perpetuo ciclo de crisis de la universidad pública peruana, si queremos terminar de verdad con el irreparable saldo de atacantes y víctimas desde todos los sectores de la universidad, que ocurre debido a la politización del ambiente universitario, y ponerle fin a la decadencia de estos centros académicos convertidos en cuarteles de propaganda y adoctrinamiento político, con el derrotado visto bueno de las autoridades universitarias, es preciso hacer el cambio desde fuera de la universidad pública. Se ha esperado durante cuarenta años que la solución provenga de la propia universidad, de sus autoridades, sus profesores y sus estudiantes, y las evidencias apuntan en demasía a considerarlos como los primeros opositores al cambio antes que en sus principales agentes. Hay que hacerlo por una razón moral, y es la razón que ampara a los únicos que al parecer, como se dice popularmente, “no tienen vela en este entierro”: los contribuyentes. Pero en verdad, sí que la tienen.

Con sus impuestos, los contribuyentes peruanos han invertido durante cuarenta años en las universidades públicas, y sus autoridades y sus estudiantes les han devuelto los resultados por todos conocidos. Esta situación debe terminar. La universidad pública peruana, en su totalidad, se debe a sus financistas, esto es, a quienes les pagan los sueldos a sus autoridades, profesores y trabajadores, y permiten que en ella estudien los universitarios. Y esos financistas son los contribuyentes. Son ellos los que deben ser exclusivamente consultados, en primer lugar, acerca de sí quieren seguir pagando impuestos para tener las universidades públicas que tenemos, o si es mejor que se les bajen las tasas en los márgenes correspondientes y que las universidades públicas busquen sus recursos en el mercado, como hacen lo mismo el gran empresario que la humilde vendedora de frutas. Para decirlo en otros términos: si quieren seguir en ese sendero, háganlo con sus propios recursos. Luego de tomar esa decisión, una segunda consulta popular a los contribuyentes por la educación pública universitaria debería incluir, si debe seguirse manteniendo a profesores que profesan una específica ideología, o si es mejor tener profesores de distintas ideologías, o mejor aquéllos que no profesen ninguna.

En suma, si es preferible abrir las universidades públicas a la libertad académica o permitir que prosigan en el oscurantismo de la hegemonía de una sola doctrina. Esto, claro está, si es que los contribuyentes han decidido seguir financiando la educación pública universitaria tal cual está. Mi impresión es la opuesta. De hecho, una consulta de esta naturaleza abriría por fin el debate en el Perú acerca de un cambio real en la educación universitaria; esto es, si se debe seguir financiando una educación universitaria ideologizada con los recursos de la gente, más aún cuando el mismo pueblo peruano no sólo se ha opuesto, sino que ha derrotado sucesivamente, en las urnas y las calles, con su sola opinión y organizándose en rondas, a estas manifestaciones y asonadas violentas. En los hechos, nadie con sentido común proporcionaría un solo centavo a quienes serán los principales opositores a tener propiedad privada y disfrutarla, a ganarse la vida honradamente y con su propio esfuerzo, gozando luego de esos beneficios, y mucho menos en financiar a quienes los perseguirán enarbolando las banderas de la revolución, la lucha de clases y la guerra popular. Una propuesta de consulta como ésta permitiría por vez primera poner sobre el tapete de la opinión pública un serio debate acerca de la libertad educativa y académica, sus posibilidades y desafíos en el Perú.

Es gracias a la libertad educativa y académica como se llevaron a cabo prácticamente todos los períodos exitosos de la civilización occidental. Algunos de esos períodos son la antigua Atenas, la Persia de la temprana Edad Media, el Renacimiento italiano, la Alemania del siglo XVI y los Estados Unidos en el siglo XIX. Cada uno de estos períodos se distinguió por la extensión de niveles de educación cada vez más altos entre un número cada vez más grande de gente. En ningún caso estos adelantos provinieron de imposiciones políticas o estándares oficiales y ni siquiera por la existencia de instituciones sostenidas a través de impuestos. El mayor nivel de alfabetización, escolaridad y educación universitaria de alto estándar se produjo en estos casos cuando el sistema educativo era una responsabilidad de los padres y de educadores profesionales que operaban en un mercado libre, y no privilegio de políticos en un sistema intervenido. Por el contrario, cuando el proceso educativo en general y universitario en particular era estatal, compulsivo y obligatorio, el resultado es exactamente opuesto: educación de baja calidad, dogmatismo, violencia y crisis. Los ejemplos abundan: la antigua Esparta, las universidades escolásticas de la baja Edad Media, los colegios y universidades públicas durante la Revolución Francesa, la educación nazi de la Alemania del siglo XX – cuyo ejemplo colocamos al inicio de este artículo – la de la Rusia del siglo pasado y, por supuesto, la nuestra. Ello no obstante, una consulta como la propuesta es muy difícil de implementar en los tiempos actuales.

Seguiremos, pues, con esta educación pública universitaria que no es “ni problema, ni posibilidad”, parafraseando el luminoso ensayo de Jorge Basadre. Otros vendrán y continuarán esta larga autopsia de cuarenta años. Por lo menos, en lo que a este escribiente concierne, quedará patente una respuesta para alguien con el valor y la dignidad suficientes para enarbolarla.

Héctor Ñaupari Abogado, ensayista y poeta egresado de la UNMSM, con estudios de doctorado en la Universidad de Salamanca, España. Ha sido profesor en las Universidades de San Marcos (Perú) y Francisco Marroquín (Guatemala). Es Presidente del Instituto de Estudios de la Acción Humana.