Por Luis Jaime Cisneros
Diario La República
Sáb, 06/12/2008
Los franceses están preocupados. Y con razón. En la clasificación anual que sobre más de 500 instituciones de enseñanza superior realizó la universidad Liao Tong de Shanghai, las instituciones francesas muestran un descenso respecto del lugar que ocuparon en la clasificación del año anterior. El año pasado ocupaba el sexto lugar entre los 37 países convocados, y ahora ha descendido a un sétimo lugar.
La primera universidad de Francia (París VI) ocupa ahora el puesto 42, tras haber alcanzado el puesto 39 el año pasado. Una buena noticia, en medio de tanta tiniebla: la Escuela Normal Superior ha avanzado 10 puestos en la clasificación mundial y representa ahora el puesto 22 en el nivel europeo, cuatro puntos más que el año anterior.
Pero lo que procuro destacar no es el lamento de la prensa. Me interesa poner de relieve la reacción de la FAGE, que es la ‘Federación de asociaciones generales estudiantiles’, una de las principales agremiaciones de estudiantes. Se ha sentido con derecho a reaccionar afirmando que “la omnipresencia de la investigación, el predominio de las publicaciones anglófonas, así como el desconocimiento de los medios financieros propios de cada establecimiento no permiten juzgar bien la pertinencia pedagógica y científica de las universidades francesas”.
La noticia nos sirve para comprobar que la crisis en el sector educativo no es exclusiva de nuestro continente ni del país, sino que se la sufre, con perspectiva singular, en el mundo entero. Traigo el hecho a colación para reflexionar sobre el quinto objetivo del Proyecto Educativo Nacional, que busca “asegurar una educación superior de calidad que brinde aportes efectivos al desarrollo socioeconómico y cultural del país a partir de una adecuada fijación de prioridades y teniendo como horizonte la inserción competitiva del Perú en el mundo”.
Si analizamos detenidamente esta exposición de objetivos, podemos entender la reacción de la prensa y estudiantes franceses ante los resultados de la evaluación de Shanghai. La educación superior nos conecta con el mundo. Lo consigue a través de la enseñanza de calidad y de la investigación rigurosa. Por eso el Consejo Nacional de Educación reflexiona sobre lo urgente que es (ahora, y no más tarde) “una ley del sistema de educación superior que lo constituya como etapa del sistema educativo”. Y como esa educación debe conectarnos con el mundo, esa ley debe mirar simultáneamente al Perú y a los cuatro puntos cardinales. No se trata de copiar sistemas ajenos, sino de atender a realidades ajenas y a la necesidad de concertar, tras haber analizado la perspectiva de nuestro futuro, los caminos y las conductas necesarias para alcanzar una educación superior de calidad y asegurar un clima de investigación atento a nuestras necesidades económicas, sanitarias, culturales.
No se trata de una ley sobre universidades, porque ya es hora de abrir los ojos y superar el aturdimiento. La educación superior se imparte en instituciones como escuelas, institutos y universidades. Las tres tienen la misma jerarquía. Para acceder a las tres hay que haber sido buen estudiante y hay que tener la aptitud requerida. Si el mundo ha progresado tecnológicamente, obligación de todo gobernante es asegurar que el sistema educativo oriente, desde los momentos escolares, la inquietud por el mundo científico-tecnológico. Hay que despertar en el alumno el interés por los trabajos científicos de todo orden (y la preocupación ecológica nos alerta), tratando de que abra su interés al mundo de la creación y la investigación. Antes que la memoria, hay que estimular el talento.
Sociedad del conocimiento
Cuando un estudiante llega a la universidad, desde la primera semana tengo una clara idea de lo que la escuela ha contribuido para su comportamiento en el aula. Por cierto, lo primero que ausculto se relaciona con la esfera de la comunicación: gestos y vocabulario me van revelando sus habilidades y destrezas. Y por supuesto, sus lecturas. Como desde hace años me invade una niebla intensa, me he venido interesando en su comportamiento lingüístico. No me refiero a la ortografía, que no me inquieta por muy agraviada que esté. Me preocupa, en cambio, su dificultad para enfrentarse a los textos teóricos. Y por lo tanto, no se halla preparado para comentar y debatir lo que lee.
Así comienzan nuestras dificultades. Dificultades para él y también dificultades para mí, como responsable de ayudarlo a buscar y descubrir el conocimiento. Ayudarlo a desprenderse de hábitos escolares y auxiliarlo para que se descubra lector en aptitud y capacidad suficientes para enfrentarse a la búsqueda del conocimiento son las grandes tareas a que se ve convocada la universidad, tarea ciertamente inesperada 20 años atrás.
Es bueno que los docentes aceptemos la realidad de estos hechos, para asegurar calidad a nuestra tarea. Si a la universidad llegan estudiantes que no han sabido enfrentar el beneficio de la duda científica, nada obtendremos con recomendarles textos que no pueden leer ni tareas que no sepan comprender. Debemos, para ser exigentes desde la hora inicial, enseñarles a aprender. Sea cual fuere la asignatura que nos toque explicar, esa es la tarea esencial. Si la escuela hubiera aclimatado al estudiante a la lectura de textos científicos a la par que textos literarios, otro sería el cantar. Pero como el problema existe, hay que insistir, desde la hora inicial, en cubrir tales ausencias, para exigir aprendizaje de calidad.
Y es que conviene pensar en dos tipos de sociedad, de los que poco hablan los textos escolares. Desde hace medio siglo compartimos una sociedad bifronte: por un lado nos movemos en una sociedad industrial, cuyos modelos de vida compartimos con una sociedad del conocimiento. La vida moderna es una vida que nos entrena a movernos en constante competencia. La escuela debe enseñar a competir en esta sociedad.
Se trata de un mundo peculiar. Por un lado, urgencias de dinero y urgencias de consumo. Por el otro, la velocidad y la máquina. Todos quisiéramos que el saber fuera velozmente accesible. Pero hay que saber esperar para ayudarnos a madurar. Hay que aprender a caminar pausadamente, conscientemente, para aprender a llegar a la meta. Si la escuela no ha contribuido a esa primera lección, pues nos toca lograr que la universidad acierte a brindar la necesaria ayuda. Y este es el momento en que debemos reflexionar sobre cómo hemos descuidado, en la casa y en la escuela, entrenar a los muchachos sobre los valores.
No es asunto que sólo a nosotros incumbe. La prensa mundial nos alerta. Los valores están en crisis, y lo advertimos cuando son precisamente los jóvenes los que protagonizan, aquí y allá, situaciones y desórdenes escalofriantes. No nos ocultemos las cosas: crisis en el hogar, añadida a crisis en la escuela, son triste anuncio de sociedad imperfecta. Cuesta trabajo, tras leer noticias sobre lo que ocurre en el mundo, imaginar que podamos reconocer la existencia de una sociedad industrial frente a una sociedad del conocimiento.
A esta altura del mundo, imaginarlas como independientes resulta ingenuo. Reconocerlas como obligadas partícipes de la actualidad requiere urgente reflexión. Y cuando alguien intenta, desde la sociedad del conocimiento, reflexionar sobre temas pedagógicos, descubre la importancia que adquieren los valores, debemos apagar radio y televisión y sentarnos a reflexionar sobre nuestra responsabilidad como ciudadanos de esta hora y de este país nuestro, cruzado de cordilleras. En todo esto me ha obligado a pensar el libro que Martiniano Román ha dedicado a la capacidad y valores como objetivos, en una perspectiva didáctica.
Para qué más universidades
Por Luis Jaime Cisneros
Diario La República
Jue, 20/11/2008
Debo confesar que me preocupa la facilidad con que creamos y creamos universidades. Estamos haciendo de la palabra una distorsión no solamente léxica, sino social. La enseñanza superior tiene varios modos de ofrecerse: se hace en las escuelas, en las universidades, en los institutos. Es ingenuo pensar que porque estudiamos en una escuela estamos culturalmente en un rango menor. Cuando hablamos acá de la Escuela de Bellas Artes, nadie piensa que se trata de una academia de preparación. Tuvimos una buena época de la Escuela de Ingenieros y de la Escuela de Agricultura. A los militares se les ocurrió que subíamos de nivel si las hacíamos 'universidades'.
Conviene, por eso, aclarar las cosas. De un tiempo a esta parte, da pena leer en los diarios los avisos de algunas instituciones que parecen competir, dada la estructura de su avisaje, con los grandes emporios comerciales. Para no volver sobre este aspecto: una institución de estudios superiores no amerita en el mundo científico por el tamaño de sus edificios ni por el número de alumnos. Lo que se tiene en cuenta es qué investigan y qué publican profesores y alumnos. Las tesis de los graduandos dicen el grado de validez de cada institución de estudios superiores.
Ahora que va terminando el año lectivo, conviene precisar las cosas al respecto. La vida universitaria (y me refiero a toda institución dedicada a los estudios superiores) implica una continuidad. Esta palabra es importante. Supone la ruptura de la periodicidad escolar y su reemplazo definitivo por una 'carrera'. Una carrera no conduce a una entelequia. Es precisamente una carrera. Interesa recordar cómo define a la palabra el Diccionario de Autoridades: "Por traslación vale el curso y modo de proceder en la execución y cumplimiento de las cosas pertenecientes al ánimo en lo moral de la vida".
Estamos ante una continuidad, hablamos de algo que es constante. Y es precisamente en la marcha, en el recorrido, donde vamos advirtiendo el progreso, los ajustes, las reformas, los cambios que aseguran el cumplimiento de lo que vamos cursando. Este principio debe servir de marco a la discusión sobre planes de estudio. A lo largo del camino vamos descubriendo la necesidad de irse ajustando a la realidad. Es una realidad a cuya formalización van los institutos de enseñanza contribuyendo gracias a la investigación. Si no hay investigación, no hay estudios superiores (llámense universidades, escuelas, institutos).
Pero es absurdo que nos pongamos a debatir esta clase de problemas cuando, a la vista de todos, nuestra realidad escolar está pidiendo auxilio. ¿Con qué clase de estudiantes vamos a alimentar a las instituciones de enseñanza superior, si no acertamos a ofrecer una enseñanza de calidad, y si muchos creen que tiene más mérito el que gana más que el que más sabe y mejor enseña?
Si los alumnos no estudian con interés y voluntad, (digámoslo sin miedo) la culpa es de los docentes, que creen que el mérito se mide por la antigüedad y el sueldo. El mérito, en asuntos pedagógicos, se mide por el saber. Saber las cosas y saber transmitirlas son los que ameritan. No es fácil para el Estado acertar con estos temas, si es que el país entero no acierta a convencerse de que el tema pedagógico comporta una preocupación nacional.
Este desconcierto reinante en el campo de los estudios superiores tal vez revela que no acertamos todavía en delimitar el papel del Estado. Y necesitamos precisarlo, porque corremos el riesgo de que todo lo relacionado con la universidad termine bajo el dominio de los ministerios de Comercio. Si la enseñanza superior es un 'negocio', poco tiene que hacer con ella el Ministerio de Educación. Y no niego que sea legítimo interés de las empresas apoyar la investigación científica, pues mucho hay que obtener (en beneficio del país) gracias a investigaciones sobre la salud, sobre la alimentación.
El cambio urgente que debemos asumir exigirá, por tanto, deslindar el campo estricto de la política educativa. De pronto descubrimos que nos convendría encargar lo concerniente a la formación escolar a un organismo específico, vinculado con el ministerio ciertamente. La enseñanza superior debería vincular a los colegios profesionales y a algunas empresas con las instituciones académicas, a fin de considerar periódicamente el campo de la investigación y los planes de estudio. Habría que coordinar con el Ministerio de Economía si la contribución empresarial implicaría un modo de tributación. El rigor debe ser el signo vital de toda institución de enseñanza superior. Si así fueran las cosas, nos dará gusto leer avisos que hablan del mérito al estudio, a la investigación y al rigor académico.
La PUCP, casa humanista
Por Luis Jaime Cisneros
Diario La República
Dom, 26/07/2009
En agosto cumpliré 61 años de docencia en la Católica. Hasta entonces, mis cursos sanmarquinos habían estado centrados en la literatura española de la Edad de Oro. La enseñanza en la PUCP estuvo siempre centrada en el lenguaje. Pero no es de esos cursos de los que hablaré. Sí de cómo he visto crecer a la casa. Si el padre Dintilhac y Riva Agüero idearon una universidad que estuviera mirando a los estertores del siglo XIX, he sido testigo de cómo Felipe MacGregor nos enseñó a prepararnos para apreciar y vivir la universidad que debíamos construir y defender en el siglo XXI.
Presente tengo en la mente el recorrido que hicimos Jorge Puccinelli y yo, aquella tarde primera desde San Marcos a la PUCP. Atravesamos el Callejón largo, y desde el Tambo de Belén aprendí a reconocer las grises torres de la Recoleta. Desde esa plaza, recoleta y acogedora, hasta el actual campus de Pando han corrido largas jornadas. Soy testigo de cuánto hizo la universidad por mantener su claro perfil entre la multitud y cuánto luchó para cuidar y reforzar sus esencias. Así aprendimos a reconocer la presencia vigorosa de tantos alumnos inquietos que buscaban cómo alcanzar el porvenir.
Esos años primeros aprendimos a caminar hasta el Instituto Riva Agüero, lugar que sirvió para avivar la inquietud por la investigación. Con el tiempo, profesores y alumnos nos vimos abordados por las luchas en las calles. Fue difícil acomodarse al diálogo de sables. Lentamente, la casa iba creciendo. Esa caminata hasta el Riva Agüero, iluminado por la ciencia y el sano humor de Víctor Andrés Belaunde, duró todos los rectorados del padre Rubén Vargas Ugarte y de monseñor Fidel Tubino hasta el de Mac Gregor.
En los últimos años de los 60, la universidad había crecido. Creció no solamente en número, que no era lo importante. Se dilató el número de los barrios representados en las aulas. Provincianos y limeños compartían las mismas esperanzas. Valía la pena enseñar. Los alumnos de esos años primeros eran muchachos inteligentes y vivamente interesados en la lectura. De pronto esta sorpresa estudiantil se vio estimulada e iluminada en las aulas por la figura de Onorio Ferrero. Hubo un nuevo modo de mirar y entender todo el mundo antiguo. Frente al interés por el aparecer de la conciencia nacional, estimulado por las clases de José Agustín de la Puente, la Edad Moderna era un llamado de alerta para los muchachos. Los sables volvieron, en 1968, a cruzarse en el horizonte, y no en vano la Sociología era el nuevo horizonte abierto a la curiosidad y la inteligencia de los jóvenes. Buena ocasión fue esa para que comprendiéramos lo que, en rigor, correspondía hacer a una universidad.
El rigor científico a que MacGregor nos había estimulado cobró intensidad en todas las disciplinas y aprender no sólo se entendió como un ejercicio de la memoria sino como un empeñoso trajín intelectual. Como el país estaba en juego, había que aprender a pensar en el porvenir, y fue necesario admitir que la universidad tenía una responsabilidad política que no cabía ignorar. Aristóteles había precisado qué era la política. Los griegos habían enseñado qué era y cuáles eran los alcances y objetivos de la política.
Lo que fue inequívoco en estos largos años fue cómo logró MacGregor que comprendiéramos a refundir la fe en la cultura, asimilada en la tradición y expresada en los logros más auténticos del conocimiento y el provecho del saber. Esa fe jamás podrá desaparecer. No se trata de una fe prestada por ademanes sino de una fe surtida e inteligentemente vivida y aprovechada.
En estos 61 largos años he aprendido que una casa de estudio es una casa de voluntades unidas para salvar al prójimo del abandono intelectual y la miseria moral. A ella venimos a estudiar con la certidumbre de que el saber nos hace mejores para eficaz servicio de la polis. La fe fortalece ese estudio y acentúa su perfil humanista. Cuanto más perfeccionamos el saber, mejor entendido está el hombre, nuestro prójimo esencial. A más verdad, saber más sólido y fe más verdadera. Aprender y enseñar son tareas a que nos convoca la verdad. Y me alegra proclamarlo al elegir a Marcial Rubio, mi antiguo alumno, como Rector.